“Vive deprisa, muere joven”. Muchos artistas que han vivido al límite se han tejido su propio destino fatal cayendo precisamente en esa maldición. Éstos han conseguido alcanzar el Olimpo de los dioses del rock, consagrándose como una especie de mesías de toda un cultura generacional tras recibir la bofetada de la muerte de forma prematura y agridulce. Hot BuZz (mag) analiza irónicamente y con un toque de humor negro lo frívolamente rentable que resulta que un artista, a veces en sus últimas, tenga el fortunio de encararse a la muerte antes de tiempo. Os invitamos a adentraros en el superficial e hipócrita camposanto de los mitos (super)vivientes del mundo de la música.
Por Thaïs Parvez
Tic tac, tic tac y el reloj marca la hora de caer en un bucle de crisis existencial… ajena. Hoy me venía a la cabeza que hace cosa de un año y poco, nos llegaba la noticia, no precisamente por sorpresa para los ciudadanos de a pie, que confirmaba que le llegaba el turno, el de sellar el ticket de entrada al otro lado con el ilustre personaje de la túnica negra encapuchada y con la enorme guadaña, a una de las grandes damas del mundo de la música: la suprema Whitney Houston. Mi primera reacción fue dar un paso hacia atrás, como si me hubiesen dado la noticia a escupitajos, mientras enarcaba una de mis cejas y abría la boca de forma encanutada, ahí como si yo fuese una muñeca hinchable de dudosa calidad a la que acaban de sacar del sobre- no se podía esperar menos de mí, eran como las tres de la madrugada hora inglesa cuando me soltaron la bomba- pero tras 30 segundos de perplejidad, mi semblante cambió hasta convertirse en un: “bueno, ésto ya era de esperar, ¿no? Ahora toca llenarse los bolsillos explotando la imagen de la muerta”. Y es entonces cuando empecé a recordar extractos de un libro que hace años me había regalado mi hermana titulado “Killing Yourself To Live”, traducido en nuestro país como “Pégate un tiro para sobrevivir” (Reservoir Books, 2006), obra imprescindible de Chuck Klosterman, el entonces editor de la revista musical estadounidense Spin. El libro, 270 páginas de sabiduría de rock’n’roll cadavérica, envuelve al lector en un viaje en coche por la América profunda estacionando en localizaciones clave para desvelar los secretos que se esconden bajo las “tumbas” de las leyendas de la industria musical que se han encontrado cara a cara con la muerte antes de tiempo y ésto, en muchos casos, provocado por llevar un acelerado estilo de vida.
Por lo visto para muchas estrellas del rock y del pop su estatus de grandes iconos de la música se ha acentuado todavía aún más después de haber fallecido salvajemente o de forma misteriosa o estrambótica a una edad temprana. Que si Jimi Hendrix atragantándose con su propio vómito, que si algunos de los miembros de Lynyrd Skynyrd en un accidente de aviación, que si Michael Jackson por un, supuestamente, fallo médico-humano, que si John Lennon asesinado, que si Amy Whinehouse por síndrome de abstinencia, que si el guitarrista de Free, Paul Kossoff, por un paro cardíaco derivado del consumo de drogas, que si Kurt Cobain de un balazo… y la última en hacerlo, la diva Houston por una exceso de, entre otras cosas, cocaína y siendo hallada en la bañera de un hotel.
Sin lugar a dudas un tema interesante de abordar piensa una y más teniendo en cuenta que no se habría conseguido la misma reacción mediática si, en el caso de Houston por ejemplo, ésta se hubiese ido al otro barrio de forma natural, sentada frente al televisor del geriátrico viendo otro programa de “Jerry Springer”, y a una edad en la que empieza a ser más preocupante el romperse la cadera una vez más y como consecuencia de eso perder la visita diaria al parque a alimentar, y sí, hablar delirantemente también a (que no con, aunque seguro que muchos esperarían respuesta), palomas sobre lo gran artista que era y sobre su alocada vida en el mundillo del espectáculo que ver la amarga cara de la muerte, así en plan vieja consumida por las drogas duras y el alcohol del bueno, cada vez que senilmente se mirase al espejo, pero sin embargo lo que más me intriga del asunto es observar, así de lejos, sin mancharse una las manos en el intento, la reacción del séquito de admiradores que se autodenominan como los “fans de verdad” de las citadas estrellas, pero que como bien sabemos, no hace falta que se tenga un doctorado en psicología, para entender que se trata de los seguidores a los que les falta un clavo… o dos. Atajo de pacientes de psiquiátrico que se maquillan y actúan como su ídolos (algunos hasta se hacen cirugía barata para parecerse a ellos) y no tienen mejor pasatiempo que sacar a pasear con orgullo la camiseta estampada con la imagen de, en este caso, la cantante mientras desentonan I Wanna Dance With Somebody (Who Loves Me) y lloriquean y gimotean para sus adentros: “Por eso lo hiciste, ¿no? Yo te comprendo. Tú solo buscabas a alguien que realmente te quisiese y bailase contigo hasta la eternidad”. Sin duda presenciar en vivo y en directo escenas de ese nivel hasta conseguirían dejar con los pelos de punta a un alopécico terminal.
Pero más curioso es ver el efecto causado en los que precisamente no son ni fans de éstos, pero que su meta en la vida es montarse al carro del tema del momento. Cada vez que uno de estos artistas de gran calibre la espicha me imagino al, llamémosle “individuo anónimo más puñetero y avinagrado que la vieja amargada que vive en el piso de enfrente” colgándose la mochila para ir a su establecimiento de discos más cercano y una vez dentro le vemos arrastrarse apesadumbradamente hacia el mostrador para que con la boca chiquita y con voz entrecortada, más que nada porque finge estar agotado emocionalmente tras encontrarse de sopetón con tan trágica noticia, diga: “¡Ponme todos los discos de Whitney Houston!”, así, sin más, como si estuviese ahí comprando lonchas de jamón en dulce, y luego nerviosamente arrase con todo el merchandising que contiene la cara de la Houston bellamente plasmada, la cara de antes que se entregase por completo a las sustancias ilícitas, claro está. Y resulta que en el fondo lo que únicamente conocía hasta la fecha sobre ella es que cantaba la mítica balada para la película de “El Guardaespaldas” (1992) y en el videoclip parece ser que también salía Kevin Costner. Obvio (o como diría Sheldon Cooper: ¡Bazinga!). Éstos seres son precisamente los que están haciendo cola a primera hora de la mañana, cuando todavía no han abierto ningún establecimiento, a la entrada de la FNAC cada vez que un cantante muere de forma súbita o que las veces que van de compras a una tienda de discos le preguntan sin pelos en la lengua, así como asestando un mandoble al vendedor, qué artista se ha muerto recientemente para así hacerse con toda su discografía y estar en la onda y de paso así no perder su valioso tiempo dando vueltas tontamente por el local.
A eso añádele la competencia de los modernillos de turno que lucen camisetas vintage de bandas o artistas que están muertos, que ya no siguen juntos como formación (llamémosles muertos profesionalmente) o que tienen un pie en la tumba como Nirvana, The Rolling Stones, Los Ramones o Pink Floyd y de quienes nunca han escuchado más de dos veces seguidas uno de sus temas y todo porque ahora a las grandes cadenas textiles les ha dado por explotar ese mercado y éstos, como no, no pueden negarse a ir, en este caso, estilísticamente a contracorriente a pesar de que hipócritamente hagan gala de ello gritando a los cuatro vientos que ante todo son únicos. Si eso no es ser un oportunista oportuno y con muy mala leche, no sé lo que será entonces.
“¿Por qué hay gente que tiene la estúpida manía de hablar bien de los muertos cuando muchos de éstos han sido más cretinos en vida que Hannibal Lecter en un bufé libre de carne roja?”
Y dejando el fenómeno fan a un lado, luego habría que aplaudir fervientemente a aquellos moguls del mundillo discográfico, aves rapaces empajaradas por la dexedrina deseosas de destripar al artistazo de turno recién difunto, que aprovechan el tirón para sacar al mercado todos los productos sobre éste, algunos incluso descatalogados, que tenían ahí ‘tiraos’ en un almacén perdido de Massachusetts, para así honrar como es debido al fallecido, es decir, por la puerta de atrás. A los pocos días se sacan de la manga un álbum póstumo vendiéndolo al público como si fuese un disco con temas inéditos y algunas rarezas y en realidad es un grandes éxitos con remasterizaciones. Y lo feo del asunto es que dicho sea de paso la gran mayoría de estos artistas ya contaban con uno o más recopilatorios en su haber, así que relanzar un cd con una portada diferente, con una foto del cantante en la época cuando la vida le sonreía y todos bailaban a su son, no es lo que más ilusión les habría hecho a éstos precisamente, al no ser que seas Bruce ‘The Boss’ Springsteen, quien alegremente acaba de lanzar al mercado su tercer grandes éxitos en menos de una década.
Más bien es un: “aquí no ha pasado na’” en toda regla o, falsamente, en palabras del típico directivo de compañía discográfica: “Es lo que hubiese querido él/ella. De hecho ese era su próximo proyecto”. Sí claro, seguro que sí, si en realidad éste/a nada más quería tentar a la muerte una vez más, ya se sabe, lo habrá hecho por aburrimiento o quizá para probar, a medias claro está, qué hay después de la muerte, si es que hay algo, pero esta vez parece ser que se le ha ido de las manos, pero sin dudarlo y dejando a un lado los eventos acontecidos en los últimos días, segurisísimo que el próximo paso que tenía en mente era sorprender una vez más a sus admiradores con otro disco que recoge toda su carrera musical. Por eso ahora digo: ¡Gracias Springsteen! A ver con qué nos sorprenden cuando ya no tengamos la suerte de que estés entre nosotros. ¿Un DVD con todos los conciertos que has hecho en nuestro país? Bueno, más bien sería una saga más longeva que la de “La Guerra de las Galaxias” porque con las veces que Springsteen ha pisado suelo (escenario) español (la última vez precisamente hace cinco días), no me sorprendería que me dijesen que ‘El Jefe’ en realidad es nativo de Granollers y no un chico rebelde de Nueva Jersey, descendiente de italianos e irlandeses que soñaba con conquistar la industria musical y revolucionar el mundo político y favorecer las relaciones internacionales con ello.
Y para que todo encaje a la perfección como si se tratase de una fábula de una película antigua de la nazi-factoría Disney, lo ideal es cuando en la siguiente tanda de premios de la música, ya sean los MTV Awards, los Brits o los Grammys, se le otorga al recién desaparecido -que en muchas ocasiones es un gran olvidado de la industria- un galardón precisamente por su extensa trayectoria encima (y fuera) de los escenarios. Ya se sabe que todo músico que se precie lo que más desea no es que se le reconozca mundialmente por sus composiciones, sea multipremiado o utilicen una de sus sintonías para un spot sobre una marca conocida de condones o una tienda online de apuestas; no es el vivir a cuerpo de rey y que le regalen cosas por su cara bonita; no es el llenar estadios, que, espoleado por la fama, le adulen por las calles o que hagan muñecos cabezones con sus pintas para McDonald’s o Burger King (aquí podríamos decir eso de “cualquier restaurante de comida rápida”, pero a ver si al leer ésto el señor Ronnie Big “M” o el rey de las hamburguesas se animan a sponsorearnos. Para que luego digamos que los hipsters son unos oportunistas); todo músico que se precie en realidad lo que busca es que le agasajen a estatuillas y hagan galas en su honor, pero eso sí, después de muerto, no vaya a ser que luego se lo crea demasiado si le honran más aún estando vivo.
Véase el caso de Michael Jackson, dos míseros segundos después de que el mundo entero se enterase de la tragedia de su muerte, van todos sus detractores (reconozco que no soy la típica fan acérrima de Jacko, pero sí admiradora de su música y su estilo, aún y así confieso que soy de las que realmente tuvo sus dudas con respecto a su inclusión en todo el jaleo con lo del tema pederastia. Seamos sinceros, el pequeño de la familia Jackson era más bizarro que Chewbacca convertido en skinhead y es probablemente por eso que hubiese preferido al peludo copiloto del Halcón Milenario como mi supernanny en mis años mozos antes que él) y falsamente confiesan que si hubiese sido por ellos, hubiesen dejado a sus hijos, no un día, sino ya toda la época estival, en un campamento con tito Michael como socorrista y para que les untase crema solar, a pesar de que meses antes le linchasen hasta la saciedad y que probablemente de estar vivo ni dejarían que sus pequeños se acercasen al artista ni a través de la pantalla de televisión y mucho menos dejarles que se les ofreciera recibir primeros auxilios por parte de éste ni aún los chicos estando en estado ‘acua-comático’.
“Con la de veces que Bruce Springsteen ha pisado suelo (escenario) español, no me sorprendería que me dijesen que en realidad es de Granollers.”
Visto lo visto, a pesar de que en vida algunos te tachen de ser más malo, vicioso y amoral que Charles Manson, para muchos una vez te mueres automáticamente te conviertes en un personaje más influyente y magnificente que Jesucristo. Y entonces me viene una pregunta a la cabeza: “¿Por qué hay gente que tiene la estúpida manía de hablar bien de los muertos cuando muchos de éstos han sido más cretinos en vida que Hannibal Lecter en un bufé libre de carne roja?”. Obviamente la respuesta va más allá del rock’n’roll.
No obstante, a todo ésto, la historia me ha demostrado que parece ser que si en algún punto has sido un artista musical de masas alocado y hedonista y el destino va y te juega una mala pasada acabando con tu existencia antes de lo previsto y además lo hace de una forma aplastantemente morbosa, lo más seguro es que la siguiente estación en la que te vayas a bajar es la que lleva por nombre: “el paraíso de los mitos eternos”. Los casos más contundentes son los de personajes como Elvis o John Lennon, quienes tras su fallecimiento, además de convertirse ya no en leyendas de la música, sino en héroes del mundo moderno, consiguen facturar más estando muertos que vivitos y coleando, y la máquina no parece detenerse. El mensaje está claro: vive al límite, muere joven y entonces serás recompensado con la inmortalidad y con ello tu música sobrevivirá al paso del tiempo porque como cantaba Neil Young: “rock and roll can’t never die”.
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