Por Pablo Agustí Chinchilla
La polifacética y extensísima carrera profesional y artística del guionista, dibujante y «psicomago» chileno (entre muchas otras cosas) Alejandro Jodorowsky nos ha ofrecido muchas y muy variadas obras, entre ellas «El Incal» (1980), un cómic de cuyo dibujo se encargó el conocido Jean Giraud, alias Moebius. La obra recogía la profunda visión metafísica de su guionista en lo que sería un título de referencia en el cómic de ciencia-ficción de estilo francés. Traducida a más de veinte idiomas, esta historieta se publicó a lo largo de ocho años, inspiró múltiples secuelas y aventuras paralelas al universo que describe y se convirtió en el cómic europeo más divulgado desde su publicación hasta la actualidad.
Entre algunas de esas historias paralelas, escritas por el propio Jodorowsky, encontramos joyas con personalidad propia como el célebre y agresivo «La casta de los Metabarones» (1993-2003), dibujado por el argentino Juan Giménez, y el título que hoy nos ocupa: el volumen integral (Norma Editorial, 2011) de «Los Tecnopadres».
«Los Tecnopadres» narra las memorias de un ficticio anciano guía espiritual que dirige a 500.000 jóvenes «hacia la galaxia prometida, como un paleo-Moisés», en palabras del propio autor. Éstas se inician mostrándolo como un joven (mutante albino) de corazón puro en un viaje iniciático hacia el cumplimiento de su sueño en una galaxia tecnológicamente avanzada y comunicada pero fría, cruel y superficial. Su deseo inicial de ser el creador del vídeo juego perfecto (detalle moderno e hilarante para iniciar el viaje de un guía espiritual) pronto se ve pospuesto a medida que consigue ascender socialmente y es testigo de la falta de moral presente en cada estrato de la «civilización tecno-tecno» , una lacra creciente que le impulsa a seguir escalando posiciones con la vana esperanza de corregir las faltas de un nivel desde el inmediátamente superior. Esto le enfrentará a poderes que le eran desconocidos y a diversos cambios profundos a nivel espiritual, en su camino inexorable hacia su destino como líder religioso.
Una vez más Jodorowsky nos encara frente a conceptos y argumentos profundamente metafísicos, en ocasiones nada intuitivos para el lector, sólo en apariencia más cercanos a los desvaríos de la mente tras una experiencia alucinatoria que a profundos trances espirituales o religiosos. Esta vez la agresividad, el sarcasmo nietzscheano, el poder desmedido y el odio constante apenas contenido de «La casta de los Metabarones» es substituido por una nueva piedad y por una visión del mundo profundamente judeocristiana (requisito algo forzado pero necesario para mostrar correctamente este resucitar futurista del profeta) y hay que decir que el cambio es acusado. El lector se verá continuamente asaltado por referencias hacia la maldad de la tecnología avanzada, la superioridad del espíritu sobre el cuerpo, la suciedad del deseo carnal y un largo etc. pero si se consigue sobrellevar o ignorar esta ideología y se comprende el papel del cómic en cuestión como la adaptación futurista de un texto sagrado, pronto se convierte en una lectura apetecible.
En lo tocante al estilo artístico, el dibujante serbio Zoran Janjetov nos deleita con un dibujo preciso y colorido que recuerda al estilo del cómic francés, aunque quizá no tan recargado, y a la vez consigue evocar ese sentimiento religioso que se pretende conseguir. Pese a todo, su incapacidad de comprender las metáforas del guionista le lleva continuamente a plasmar literalmente aquello que el escritor argentino expresa en sus textos. Así no es extraño que al describir las habilidades de cierta compañera sexual del protagonista alternativamente como «una bestia salvaje» y como «la más exuberante flor», se muestre a nuestro profeta gozando del contacto físico con un gran felino y con una planta, entre otros ejemplos. Es muy posible que se trate de algo premeditado, pero incluso para el lector experimentado y despierto no podrá ser menos que desternillante o desconcertante. Esta interpretación de las metáforas es algo que Juan Giménez sí que conseguía con gran habilidad y, pese a la calidad del dibujo del serbio, el estilo contundente, impreciso y orgánico del dibujante de «La casta de los Metabarones» se echa en falta aquí más que nunca.
En resumen, se trata de una lectura curiosa, recomendable y onírica como sólo unos pocos maestros del cómic «europeo» saben hacer.
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